
En el corazón de la Montaña Alta de Guerrero, 108 niñas y niños —en su mayoría indígenas ñu savi— sobreviven entre carencias, nostalgia y promesas incumplidas en el Internado de Educación Primaria Emiliano Zapata Salazar, ubicado entre los municipios de Cochoapa el Grande y Metlatónoc. Aunque asisten a clases, no figuran como estudiantes ante la Secretaría de Educación Pública: la clave de centro de trabajo que tienen los clasifica como “internado”, no como “escuela”, por lo que no acceden a becas, útiles ni uniformes.
La mayoría son hijos de jornaleros agrícolas que emigran al norte para el corte del chile o tomate. Se quedan a vivir todo el ciclo escolar en condiciones precarias, en instalaciones que no han sido rehabilitadas desde que fueron inauguradas en 1998, durante el gobierno de Ángel Aguirre Rivero.
“Desde hace casi 30 años seguimos con las mismas literas, los colchones están destruidos, los baños ya no sirven, y los talleres de panadería y confección están abandonados”, relata con indignación la directora Inés Campos Sotelo.
La cocina opera con una sola estufa y un refrigerador; no hay médicos ni enfermeras; los niños comparten camas deterioradas y guardan sus pocas pertenencias en cajas de cartón o huacales. La mayoría de los alumnos utilizan zapatos de plástico y las sillas del comedor están inservibles tras casi tres décadas de uso.
Una infancia atrapada en el abandono
El internado no tiene barda perimetral. Lo único que separa a los menores del exterior es una frágil malla ciclónica, ya deteriorada. “Vivimos con el miedo de que alguien se meta y dañe a los niños”, dice la directora.
Por falta de personal, no pueden recibir a estudiantes de primero ni segundo grado. Los menores de tercero a sexto viven en el plantel de lunes a viernes, y en algunos casos, todo el fin de semana. El único velador trabaja prácticamente sin descanso: sólo libra dos días al mes.
“Uno se queda aquí solo con más de 100 niños. Hay cinco o diez muy inquietos, pero la mayoría sólo busca un juguete o algo con qué distraerse”, comenta Lauro González, el vigilante.
Cada niño recibe 30 pesos diarios para alimentación, cantidad que apenas alcanza para comprar lo mínimo: arroz, frijol y algunas verduras. Las ollas y utensilios han sido donados por personas solidarias.
Sin acceso a programas sociales
Ulises Flores, supervisor de la zona escolar 202, confirma que el internado no recibe apoyos del gobierno federal porque está fuera del sistema escolar oficial. “No tenemos becas, útiles ni uniformes. Ha sido una lucha de cinco años sin respuesta”, reclama.
El ciclo escolar pasado, solo 9 de 30 alumnos egresados de primaria ingresaron a la secundaria. El resto volverá a los campos agrícolas.
“Sin estos internados, la mayoría terminaría trabajando desde los 8 o 9 años en el corte de chile o jitomate”, advierte el maestro Nicolás Ramos.
Justicia social para los más pobres
La senadora Beatriz Mojica ha impulsado desde el Senado mejoras para los ocho albergues y tres internados del estado. “Estos espacios representan la última esperanza para cientos de niñas y niños en condiciones extremas. Es una deuda histórica y un acto de justicia”, señala.
Padres de familia como Julián, originario de Zontecomapa, en Acatepec, confían en que estudiar cambiará el destino de sus hijos. “Me duele que Uriel se vaya a otro internado lejos, pero allá en la montaña no hay luz, ni médico, ni escuela. Que estudie para doctor y ayude al pueblo”, dice.
Mientras tanto, en el internado Emiliano Zapata, los niños duermen sobre camas rotas, comen en mesas viejas y juegan con pelotas ponchadas, soñando con un futuro mejor que aún parece muy lejano.