
Otra vez Tlapa manchada de sangre. Otra vez el silencio cobarde del alcalde Gilberto Solano Arreaga. El domingo por la noche asesinaron a Sergio Ureiro Castañeda, un ciudadano que no buscaba poder ni reflectores, sino proteger un espacio público de la depredación y el abandono. Lo mataron a balazos mientras esperaba su turno para cargar gasolina en la estación de Tlachichinolapa. Iba dentro de su camioneta, acompañado de su pareja, quien también resultó herida. Sergio era hermano de Verónica Ureiro, la mujer que encabezó el movimiento ciudadano para recuperar la Plazuela de los Cántaros, un espacio que el gobierno municipal abandonó y los comerciantes con protección política convirtieron en un mercado informal lleno de grasa, clavos y basura. Esa lucha vecinal, legítima y pacífica, incomodó a más de uno. Hoy, uno de sus defensores amaneció muerto.
Las autoridades llegaron tarde, como siempre. Pero esta vez no para investigar, sino para tratar de llevarse el cuerpo al Semefo, como si eso fuera garantía de justicia. La familia se negó. “¿Para qué, si no investigan? Solo queremos llorarlo en paz”, dijeron, hartos del show institucional. Rodeados por decenas de policías y soldados que no evitaron el crimen pero sí quisieron controlar el cadáver. Fue la gente la que formó una valla humana y bloqueó la camioneta de los ministeriales. Fue la familia la que bajó el cuerpo, lo envolvió en una sábana y lo cargó hasta un vehículo propio. Esa es la imagen de Tlapa hoy: la gente hace el trabajo que el gobierno no quiere hacer. Ni justicia, ni respeto, ni vergüenza.
Verónica, visiblemente afectada, señaló directamente a la presidencia municipal. “La inseguridad está fuera de control y a nadie en el gobierno le importa”, dijo. Y tiene razón. Tlapa ha vivido una espiral de violencia creciente mientras el alcalde priista se dedica a operar políticamente, a mantener su control sobre el municipio, a asegurar que las estructuras clientelares sigan sirviendo a su proyecto personal. Pero la seguridad, la vida de la gente, no es prioridad para Gilberto Solano. Desde su llegada al poder, las denuncias han sido constantes: compra de votos, uso político de la obra pública, imposición de funcionarios a modo y ahora, asesinatos que ocurren en medio del abandono y la impunidad.
Sergio no era un enemigo del estado. Era un defensor de los árboles, un vecino con voz propia, uno de esos que el poder no soporta porque no se vende ni se calla. Lo mataron por alzar la voz. Y lo peor es que este crimen ocurre en un municipio donde el miedo ha sido normalizado, donde los asesinatos ya no conmueven a la autoridad y donde los únicos que lloran a sus muertos son los de abajo, mientras los de arriba cierran cortinas y reparten discursos huecos en conferencias inútiles.
Hoy fue Sergio, mañana puede ser cualquiera. En Tlapa ya no se necesita ser político para convertirse en objetivo. Basta con estorbar. Basta con no quedarse callado. Y mientras la sangre corre, Gilberto Solano guarda silencio. El alcalde del orden, el que se dice indígena pero gobierna con mano caciquil, el que llenó su campaña de promesas de paz y ahora ve morir a su gente sin mover un dedo. Eso no es un gobierno, es una traición.